¿Fue san Agustín misionero? ¿Su vida y su acción pastoral serían un ejemplo para los misioneros hoy? ¿Qué entendía Agustín por misión? ¿Por qué todo cristiano debe ser misionero? ¿Cómo llevar el mensaje a los que no creen? ¿Hemos de adaptar el Evangelio a la cultura? Agustín de Hipona ofreció respuestas a todos estos interrogantes. Lo vemos con la ayuda del agustinólogo Enrique Eguiarte, agustino recoleto.
La Iglesia entiende por misión ad gentes el hecho de llevar el Evangelio a los lugares donde aún no conocen a Cristo. Este concepto, sin embargo, es muy distinto de lo que san Agustín (354-430) y sus contemporáneos entendían por misión.
Había entonces una frontera marcada por el Imperio Romano: los confines de la civilización y de la evangelización se circunscribían a esa verdadera frontera mental, vital y cultural. En este conjunto abigarrado de culturas, pueblos, lenguas y razas se vivía lo que san Agustín llamaba los christiana tempora (Cons. eu. 1, 51), los tiempos del cristianismo, en donde se seguía cumpliendo con éxito el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio.
En esos «tiempos cristianos» los núcleos paganos, todavía fuertes, radicales y violentos, poco a poco eran doblegados a fuerza de leyes y decretos imperiales, y tenían su contraparte en las revueltas y movimientos populares. Un triste y dramático ejemplo se dio en la ciudad de Sufetula (hoy Sbeitla, Túnez), donde un grupo de cristianos había destruido la estatua del dios Hércules; los paganos, en revancha, mataron a sesenta cristianos (Ep. 50).
En esa mentalidad y cosmovisión, fuera de las fronteras del Imperio Romano se extendía un vasto y terrible mundo bárbaro. San Agustín fue testigo y tuvo que sufrir al final de sus días el avance de los vándalos de Genserico, que habían sido mal evangelizados por misioneros arrianos, hecho que los convirtió en enemigos y perseguidores de la Iglesia Católica.
Evangelizar en un mundo lleno de sectas, divisiones y herejías
Ciertamente, un primer confín del mundo al que llevar el Evangelio era aquel que delimitaba el propio Imperio Romano. Como obispo de una ciudad portuaria como Hipona, Agustín sabía que a bordo de las naves mercantes no solo viajaban el trigo, el aceite, el vino y otras mercancías del norte de África, sino también el Evangelio de Cristo y, junto con él, en muchos casos, las palabras y el mensaje de los maniqueos.
El Maniqueísmo practicaba un proselitismo imparable y se había difundido sobre todo entre los comerciantes y mercaderes en un grado inimaginable: los arqueólogos han descubierto libros maniqueos en diversos puntos lejanos e incluso fuera del Imperio Romano, en el Turquestán o China.
Paradójicamente un ejemplo de missio ad gentes en el tiempo de san Agustín podría ser el de los propios maniqueos, aunque se presentaban más como una sociedad secreta que como una religión. En parte, el maniqueísmo se propagó más fácilmente entre comerciantes y mercaderes, pues así fortalecían sus alianzas en base a la pertenencia a una misma secta o grupo secreto.
A diferencia de esos misioneros maniqueos, san Agustín entiende la misión de otra manera. Para él se trata de llevar el Evangelio hasta los confines del mundo, es decir del Imperio Romano, donde todavía no acababa de implantarse correctamente. En este sentido es un gran misionero, pues se encarga de realizar una misión para reunificar a la Iglesia del norte de África, dividida desde el año 311 en el doloroso cisma del Donatismo. Sus esfuerzos para buscar el diálogo y el acercamiento de las dos Iglesias, Católica y Donatista, serán ímprobos.
Encuentra dos problemas fundamentales, cuya solución debería ser un ejemplo para la misionología contemporánea, y también para todos los misioneros en la actualidad. El primero es cómo presentar a un pueblo sencillo e inculto las verdades de la fe católica y los errores de los donatistas; el segundo, el uso “político” de las lenguas latina y púnica del que hicieron uso los donatistas.
Aquel pueblo era más visceral que intelectual, no valían de mucho las ideas ni las brillantes exposiciones filosóficas. Era preciso evangelizar de una manera sencilla, clara y contundente. Para ello san Agustín aguzó su ingenio de pedagogo y misionero, y compuso la obra llamada Psalmus contra Partem Donati, un ejemplo brillante de pedagogía, catequesis y misión.
Agustín expone la historia del donatismo y sus errores usando versos octosílabos, ya que esta cadencia latina se presta para ser cantada. En otras palabras, compuso la letra de una canción, sabiendo que las personas sencillas, mientras trabajaban, caminaban o hacían sus labores cotidianas, iban canturreando tonadas pegadizas. Así, mientras las cantaban, podían darse cuenta de los errores y evitar toda simpatía por este cisma.
Había un segundo problema que solucionar. Un gran número de los fieles del norte de África no hablaban latín, lengua de las grandes ciudades y sus zonas de influencia, mientras que en las aldeas y en los campos seguía hablándose el púnico. La Iglesia donatista se había hecho fuerte precisamente en esas zonas, en donde no era eficaz la labor de los misioneros que hablaban en latín, ya que ellos eran la Iglesia que hablaba en púnico.
San Agustín prepara algunos ministros para evangelizar el mundo púnico. De ello es testimonio la Carta 84, en donde pide al obispo Novato que le permita seguir reteniendo a su hermano, el diácono Lucilo, hablante nativo del púnico, pues escasean los predicadores de esta lengua:
Agustín quiere evangelizadores que le ayuden en la misión de llevar la palabra de Dios y la fe Católica en la lengua nativa de la gente. San Agustín no hablaba púnico; conocía ciertas palabras y expresiones que usaba en sus sermones, como ejemplo de inculturación, elemento esencial en la labor misionera.
En uno de sus sermones, para llamar la atención de los hablantes del púnico, cita un proverbio púnico para señalar que cuando sucede alguna desgracia es mejor hacer todo lo posible para que pase aunque, paradójicamente, haya que perder algo para poder ganar:
Este mismo deseo evangelizador y misionero quedó plasmado en la triste historia de Antonino de Fusala, que el mismo Agustín cuenta en las cartas 209 y 20*. Fusala era una población en la que había existido una numerosa comunidad donatista, pero que una vez que el error había desaparecido –por lo menos en teoría, según las disposiciones de la Conferencia del Cartago del año 411–, era preciso por razones pastorales y misioneras establecer un obispo católico.
Fusala estaba a unos cien kilómetros de Hipona, y san Agustín encontraba dificultades para atender y cuidar espiritualmente a sus habitantes. No obstante, quien había sido elegido obispo en esa población de habla mayoritariamente púnica, el mismo día de la ordenación se opuso a la misma. Lo cuenta Agustín mismo:
San Agustín, no queriendo defraudar a los obispos presentes, y sobre todo en atención al anciano obispo primado de Numidia que había hecho un largo viaje para estar presente, echó mano de manera precipitada del joven lector Antonino, principalmente por su competencia lingüística en púnico. No obstante, como señala el mismo san Agustín, su precipitación y poca prudencia causaron un desastre:
La catástrofe que provocó la precipitación es por todos conocida por los mismos escritos agustinianos; pero demuestra que san Agustín, como misionero, se preocupó e hizo todo lo posible para que a estas personas les fuera anunciado el Evangelio en su lengua.
Evangelizar con la cultura y la ciencia
Por otro lado, cabe señalar la labor misionera de san Agustín con los paganos. Había grupos paganos que usaban la violencia para mantener sus cultos y contraponerse a las leyes y a la Iglesia Católica. San Agustín les invita a la cordura y a acatar el estatuto jurídico del Imperio para evitar la violencia.
A los paganos cultos, Agustín les dirige diversas cartas y les invita a descubrir la verdad del Evangelio en una verdadera misión intelectual. Creó un verdadero areópago de diálogo donde empeñó lo mejor de su ciencia filosófica, literaria, retórica y evangélica.
Podría ser ejemplificada con el intercambio epistolar con dos personas, por limitarnos a un par de ejemplos. Uno de ellos era un joven llamado Dióscoro, a quien san Agustín dirige las cartas 117 y 118, y a quien finalmente exhorta a que abrace la humildad de Cristo. Posiblemente una de las frases más famosas de san Agustín en torno a la humildad la tenemos en esta carta:
El otro pagano a quien san Agustín escribe y a quien le explica los misterios de la fe católica es Volusiano, un rico aristócrata que reunía un círculo pagano en donde se discutían las verdades de la filosofía pagana, pero también tenían interés por conocer el pensamiento cristiano.
Agustín aprovecha esta inquietud para hacer una exposición de qué es el cristianismo, llevando a Cristo por el camino de la ciencia y del conocimiento, camino que nunca debe estar cerrado en el concepto misional de la familia agustiniana. A Volusiano le escribe una de sus fórmulas cristológicas más profundas, que sirvió de base para la definición dogmática del Concilio de Calcedonia en el 451, al señalarle que en Cristo hay una persona en donde se unen dos naturalezas:
Volusiano acabará convirtiéndose a la fe católica en el lecho de muerte, como era costumbre de muchas personas en la antigüedad tardía.
Todos misioneros
Finalmente, san Agustín recuerda que todo bautizado está llamado a convertirse en misionero. El conocimiento de la persona de Cristo, de su mensaje y de su amor, no pueden dejar indiferente, sino que empuja al bautizado a ser un misionero, a intentar llevar a todos hacia Cristo; y no solo a los que están lejos, sino particularmente a aquellos con quienes convive.
Este concepto de misión es particularmente importante hoy, que vivimos en una cultura postcristiana que globaliza la indiferencia religiosa. En este contexto san Agustín llamaría a todos los bautizados a recordar el mandato misionero de Cristo, y a saber que, si verdaderamente se ama a Cristo, no se puede dejar de hablar de él y de arrastrar a él a todas las personas.
Agustín da un ejemplo ilustrador: así como quienes son aficionados al teatro o a las carreras de carros en el circo intentan atraer a todos para que todos admiren y amen al actor o al auriga admirado, el cristiano debe hacer lo mismo, llevar y atraer a todos hacia Cristo, con esa misma pasión de las propias aficiones.
El cristiano necesita orar más para tener este fervor y este espíritu misionero, no en un país lejano, sino donde posiblemente es más difícil, en su propio contexto y entre los suyos. Así lo dice, invitándonos a que arda en nosotros la llama misionera, recordando que somos todos misioneros: