
Hoy es la V Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores bajo el lema “¡Feliz el que no ve desvanecerse su esperanza! (Eclo 14,2)”. Para sumarnos a esta celebración de la Iglesia, reflexionamos sobre el papel de los abuelos en el discernimiento vocacional.
“Una generación contará tus obras a la otra y anunciará tus proezas” (Salmo 145,4). Esta expresión poética del salmo encierra bien el significado de esa misión silenciosa y fecunda de los abuelos en el camino de la fe. Desde su experiencia de años y la fidelidad a sus sueños, los abuelos son un testimonio vivo de que Dios ha actuado y actúa en su historia. No solo narran el pasado, sino que custodian la esperanza del futuro.
Con palabras sencillas, con gestos concretos y con miradas de ternura, los abuelos suelen enseñar a los más jóvenes a reconocer el paso de Dios por sus vidas. Y en el sutil arte del discernimiento vocacional, los abuelos son faros para iluminar los pasos inciertos de los que ahora han de tomar sus decisiones de vida.
Su sabiduría no es solo fruto de los años, sino de un corazón que ya ha aprendido a leer la vida en sus honduras y en sus bordes. Ya han transitado por las cumbres del gozo y los valles del dolor, han visto florecer y marchitarse sueños. Por eso, normalmente su palabra no busca imponerse, sino orientar.
En su mirada habita una memoria que sabe reconocer lo esencial, y su experiencia se convierte en un espejo sereno donde imaginar nuestro propio futuro con mayor claridad. La sabiduría del abuelo no dicta respuestas, pero enseña a hacer las preguntas justas: “En los ancianos está la sabiduría, y en los muchos años, la inteligencia” (Job 12,12).
A su lado se aprende también la paciencia, imprescindible en todo proceso vocacional. Mientras el mundo urge, ellos ofrecen el don del tiempo bien vivido. Saben que las vocaciones no se fabrican, sino que se descubren, como se abre una flor al sol.
Los abuelos no apresuran, acompañan. Esperan con calma, dejando espacio para el silencio, para los errores, para los pequeños gestos donde se revela la voluntad de Dios. Tienen la medida de las cosas porque han visto cómo lo urgente pasa y lo importante permanece. Con su paso lento enseñan a esperar, a confiar, a escuchar el ritmo de Dios en el corazón humano. En sus ojos resuena esa promesa: “No te impacientes en la tribulación, sé paciente y espera” (Eclo 2,2-3).
Pero, sobre todo, los abuelos acompañan con su amor gratuito y fiel, tierno y sin intereses ni exigencias, sin manipular ni proyectar e imponer sus deseos. Aman lo que el joven es y lo que está llamado a ser. Y ese amor crea un espacio sagrado, libre, donde el llamado de Dios puede resonar sin temor.
El amor de los abuelos no compite con la llamada del Señor, la prepara. Su cercanía cálida y discreta ayuda a descubrir que Dios también llama desde el amor, no desde la presión social ni la culpa. Cuando tanto se necesitan raíces y rostros confiables, los abuelos son grandes acompañantes para una vocación que comienza a florecer.
La pedagogía del Espíritu Santo está en el diálogo entre generaciones. Al compartir con un abuelo o abuela dudas o intuiciones, se abren ventanas para discernir el paso de Dios por la propia vida: “Una generación narra tus obras a la otra, le cuenta tus hazañas” (Salmo 145,4). Los abuelos hacen eco del Espíritu custodiando la vocación y haciendo más fértil la tierra que espera la semilla. En sus silencios Dios habla; en sus gestos se refleja el amor divino.
San Agustín, que tanto valoraba la interioridad de la persona como camino hacia Dios, escribió: “Retorna a tu corazón… ahí está la imagen de Dios” (Sermón 311,13). Los abuelos, al invitar a volver al corazón y a no vivir fuera de sí, ayudan a encontrar esa imagen de Dios impresa en lo profundo de cada corazón.
Su presencia serena es un recordatorio viviente de que toda vocación nace y se realiza en el amor. Frente al ruido y la confusión, los abuelos son el susurro fiel que recuerda que Jesús llama con ternura, y que la fidelidad, la escucha y el don de sí mismo en el servicio a los demás son las condiciones para la felicidad.
Por Fray Fabián Martín, OAR